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¿Cómo es "Los hijos de Sam", la docuserie de Netflix que investiga un caso tenebroso?

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El hijo de Sam

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En cuatro episodios revela un montón de información sobre uno de los asesinos más temidos de Nueva York; la historia combina ritos satánicos, Charles Manson y negligencia policial

El hijo de Sam
El hijo de Sam

Cada noche entre 70 y 80 millones de estadounidenses se sientan frente al televisor y una buena parte de su escapismo de la noche es el crimen”, dice un locutor de época en el mismísimo comienzo de Los hijos de Sam: Un descenso a los infiernos, la docuserie que estrenó Netflix.

Sin cifras conocidas, algo parecido puede decirse de la fascinación de los espectadores hoy por el género en el que se coloca Los hijos de Sam, el true crime. El anglicismo quiere decir “crimen verdadero” y refiere a un género que combina documental e investigación periodística y detectivesca para contar algunos casos conocidos o no de la crónica policial, en general estadounidense.

Netflix, donde el género tiene su propia categoría, se ha convertido en una usina de estas docuseries (un apócope de miniseries documentales) con ejemplos ilustres sobre casos desconocidos No te metas con los gatos: Un asesino en internet o de perfil alto como Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy.

Los hijos de Sam es de esa última clase y sigue la historia de uno de los asesinos más brutales de la historia criminal de Nueva York. David Berkowitz, quien se hacía llamar Hijo de Sam, habría matado a quemarropa con un revolver calibre 44 a seis personas y herido a siete entre 1976 y 1977. Mantuvo a la ciudad aterrorizada (casi literalmente nadie quería salir a la noche por su amenaza) y cuando la policía dio con ese solitario cartero que se declaró culpable y tenía todo para serlo, Nueva York respiró aliviada.

Berkowitz aseguró haber cometido con los crímenes a instancias del perro del vecino que le transmitía órdenes de Sam, un diabólico ente de 6.000 años . No lo ayudó mucho en la defensa y terminó internado en un pabellón psiquiátrico y aún cumple la primera de sus seis sentencias a muerte; tiene 67 años.

Desde el primer momento, e insistió sobre eso a mediados de la década de 1990, el propio imputado aseguró que, en realidad, era parte de un grupo satanista, una hipótesis que llegó a reabrir el caso aunque sin mayores cambios en las conclusiones. Berkowitz aún es el único imputado por los seis asesinatos.

Ese tipo de cosas es la que hace que existan las miniseries de true crime. El director Joshua Zeman (quien hizo documentales escalofriantes como Cropsey y Murder Mountain, que está en Netflix) se apoya en tres cajas de documentos que recibió con la investigación que hizo Maury Terry y que aporta un montón de datos que contradicen la versión y el alivio de las autoridades en su tiempo. Nadie quiso escucharlo.

La miniserie -de cuatro capítulos y relatada por Paul Giamatti- es también la historia de la obsesión de Terry con el caso que siempre se enfrentaba con la desidia o el simple desinterés de sus interlocutores oficiales. Su trabajo verdaderamente es revelador e ideal para una miniserie como ésta.

“Quiero que la gente entienda lo que realmente sucedió en el caso del Hijo de Sam y también quería darle a Maury Terry el crédito que le correspondía”, le dijo Zeman a The Guardian. “Pero también quería decirle a la gente, que tengan cuidado de no meterse en la madriguera del conejo. Maury Terry estuvo en la madriguera de un conejo durante 40 años y nunca volvió a salir”.

Es interesante como el documental se preocupa por desarrollar esas dos líneas. La investigación dejó a Terry divorciado, en una crisis nerviosa y visualizado como un loco.

Más allá de eso, algunas cosas que descubrió son verdaderamente reveladoras. Queda claro, por ejemplo, que Berkowitz no se parecía a ninguno de los cinco identikits que se hicieron del asesino a partir de testigos.

Por otro lado, Terry descubrió una pista muy reveladora a la que la policía no le prestó atención. Un vecino del asesino se llamaba Sam Carr y era el dueño del perro a través del cual le llegaban las indicaciones homicidas. Berkowitz había entablado una relación con los hijos de Carr (los verdaderos hijos de Sam), John y Michael, uno de los cuales era mencionado en una de las cartas que mandó el homicida. John incluso se parecía a uno de esos bocetos policiales.

Se juntaban además en la llamada “Cueva del diablo”, un sórdido lugar abandonado donde había símbolos demoníacos pintados con sangre en la pared y animales mutilados en los alrededores. La policía no investigó nada de eso.

Terry descubrió, además, que los hermanos Carr y Berkowitz pertenecían a un grupo satánico llamado “Los niños” que podría estar vinculado con Charles Manson, el líder de un culto en el otro lado del continente. Dio para sospechar que John Carr se suicidara cuando la policía golpeó su puerta y su hermano Michael muriera en un accidente que, en el documental, se presenta como dudoso.

Con todo ese material, Zeman hace una miniserie que, por momentos, es tradicional (hablan muchos de los implicados, hay buenos documentos de época y una ilustrativa visión de la Nueva York que generaba este tipo de historias) pero por otro lado es terrorífica con algo de esa inquietud que generaba, por ejemplo, El bebé de Rosemary. Esa madriguera del conejo en el que nos hace meter es verdaderamente escalofriante y cada capítulo se cierra con una revelación más aterradora.

En ese sentido, es una buena docuserie de crímenes reales (por lo menos en los dos primeros capítulos), un género que aporta morbo, misterios y en este caso una trama de película de terror. Y le encanta al público.

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