Reseña

La cantante chilena deslumbró en su primer encuentro con el público uruguayo

El paso de Mon Laferte por Montevideo fue fugaz, esperanzador, renovador y un anticipo de la tormenta que vendría después: la chilena es un tormento en sí mismo, capaz de generar tantas sensaciones, que cuesta darles un orden, un contexto. Lo que sí se puede —de hecho es fácil hacerlo— es entender que en Uruguay también crece por ella un fervor que ya había llegado al resto del continente. Que el año pasado se presentara en un boliche porteño, y que este año haya hecho dos funciones agotadas en el Gran Rex además de shows en provincias, lo deja en claro.

El viernes, La Trastienda atestiguó el impacto del fenómeno Mon Laferte. La cantante llegó por primera vez a encontrarse con el público montevideano, que la recibió con esa calidez que muchas veces se le reclama, con banderas y pañuelos y flores. La audiencia que llenó la sala fue particularmente heterogénea. No sólo había variedad de edades y géneros, sino también distintos perfiles, entre los que se notaban los muy habituados a consumir música en vivo y los no tanto.

Y a lo largo de dos horas de show —que vinieron después de un set muy cálido de El David Aguilar, el mexicano que ha acompañado a Laferte en esta gira, y que el jueves tocó solo con entrada libre en el Museo Zorrilla—, la cantante se encargó de tocar fibras íntimas, incluso las suyas.

Acompañada de una banda de marcada influencia reggae en su ejecución (el groove de los bajos, ciertos solos místicos de guitarra) y con su potente voz como principal arma, Laferte lloró e hizo llorar, bailó e hizo bailar, rió e hizo reír a los presentes. Su precioso repertorio le hizo lugar incluso a “Asilo”, el tema que grabó a dúo para Jorge Drexler y que, aseguró, nunca había tocado en vivo.

También hubo un sentido discurso feminista a la hora de “La trenza”, dos momentos especiales de una noche tan intensa y de tanta demostración de talento, que borró de un plumazo los inconvenientes técnicos del principio.