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Tal vez sea el momento ideal para hacer algo nuevo con los premios Oscar

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Opinión

Los premios de la Academia se entregan el 25 de abril y deberían demostrar que esta crisis del cine servirá para cambiar algunos de sus métodos y reglamentos

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El Oscar en tiempos de cambio

La 92° edición de los Oscar tuvo lugar hace poco menos de un año, el 9 de febrero de 2020, lo que los convierte en uno de los últimos eventos públicos normales del año pasado. Mucha gente se agolpó —-¡sin barbijo!— en un espacio cerrado, cantó y pronunció discursos, se amontonó en limusinas y fue a fiestas sin distanciamiento. Muchos hicimos nuestras propias fiestas, habiendo visto algunas de las películas nominadas en salas de cine reales.

En el Dolby Theatre el 25 de abril, no pasará eso. Incluso si se cumplen las proyecciones de pandemia más optimistas, el camino hacia los premios de la Academia de este año es casi irreconocible. El Festival de Cannes, donde se estrenó la ganadora del año pasado a mejor película (Parasite de Bong Joon-ho), no sucedió del todo. Tampoco Telluride, uno de los trampolines para los aspirantes al Oscar. Venecia y Toronto fueron fantasmas de su ajetreo habitual.

El tipo de película que suele competir por premios (dramas de presupuesto medio con estrellas reconocibles y temas históricos o sociales respetables) escaseó durante todo el año, aunque algunas se vieron en Netflix. La audiencia y la industria flotaron en un extraño limbo pandémico. Hubo muchísimas películas para ver, en streaming e incluso, para cinéfilos intrépidos o irresponsables, en cines. Pero los rumores y reacciones violentas, el boca a boca y la exageración que definen la temporada de premios no se materializaron. Así, nadie sabe muy bien qué esperar, e incluso los predictores más atrevidos están callados.

Por supuesto, es posible que los productores de la transmisión y los miembros votantes de la academia improvisen alguna versión del mundo del espectáculo como de costumbre, con la teoría de que es lo que la gente quiere. Son vendedores ambulantes de fantasía y una respuesta a la situación actual sería tratar de hacernos creer a todos, una vez más, en la religión de antaño, en el glamour de las estrellas, en el poder de Hollywood, en la magia del cine.

Espero que no. Sería una lástima que la academia desperdiciara esta crisis. Como en tantas otras áreas de la vida actual, el deseo de volver a la normalidad puede ser un mecanismo para la nostalgia y la negación total, una excusa para tapar lo que estaba mal en la vieja normalidad. Y seamos realistas: antes de que el coronavirus pusiera todo patas arriba, los Oscar ya eran un desastre.

Sí, lo sé. Hubo momentos de verdadero deleite como las victorias de Parásitos y Luz de luna en 2017, pero siempre llegaban en una marea de esperada decepción. Durante al menos una década, los premios lucharon por cumplir una serie de imperativos cada vez más incompatibles.

Se supone que la transmisión en sí atrae a una audiencia global, y es uno de los últimos y más orgullosos eventos de audiencia masiva en tiempo real en un universo cada vez más fragmentado de consumo cultural. La academia defiende, además, un imperialismo amigable e inclusivo sobre un consenso alegre.

Recientemente, las grietas en la superficie y los cimientos del edificio se hicieron cada vez más evidentes. La audiencia sigue cayendo y se buscaron remedios. Conductores viejos, nuevos, a dúo o, sencillamente, sin conductores. Los discursos de aceptación se acortaron, aunque el show no.

A medida que la industria ha invertido más y más de su talento y capital en franquicias, sus productos de prestigio son más especializados. Los presupuestos y los ingresos de taquilla de las películas dignas de un Oscar se han reducido, un hecho que a menudo se atribuye al descenso de audiencia y la pérdida de relevancia.

Hace unos años, la academia trató de abordar este problema lanzando una nueva categoría de mejor película popular. Eso fue rápidamente abandonado, en medio del ridículo generalizado. Pero los verdaderos ganadores de la mejor película han sido una mezcla. La categoría mostró algunos puntos brillantes y avances (Luz de luna y Parásitos), así como ocasiones para perplejidad y exasperación. El desenlace caótico de 2017 —¡es La La Land! ¡No, es Luz de luna!— puede tomarse como una metáfora. Una vieja guardia despistada, un procedimiento burocrático torpe, un momento de falta de claridad cargado de políticas raciales y generacionales medio reconocidas: todo lo que los Oscar seguían haciendo mal y tratando de corregir.

Lo nuevo estaba luchando por nacer, pero lo viejo no estaba listo para desaparecer. El esfuerzo de la academia para hacer que sus miembros sean más jóvenes y más diversos pareció justificarse con la victoria de Luz de luna, pero dos años después, Green Bookse sintió como una regresión o una reacción violenta. En el medio, La forma del agua fue un compromiso extraño: “me gustó esa película, pero todavía no estoy muy seguro de qué era”. Y luego Parásitos hizo girar el péndulo en una dirección radicalmente nueva, sin solucionar los problemas estructurales subyacentes.

¿Y ahora qué? El prestigio y la autoridad de los Premios de la Academia siempre se han basado en dos supuestos fundamentales: que el cine es el buque insignia de las artes populares y que la capital eterna del cine es Hollywood. Quizás estos axiomas siempre hayan sido discutibles, pero en 2021 son falsos.

Es hora de romper los planos y empezar de nuevo.

¿Qué significa eso en la práctica? Por un lado, significa continuar expandiendo la membresía de la academia en interés de la diversidad geográfica, generacional y cultural. Cuantos más votantes, mejor. Por otro lado, significa tratar la victoria de Parásitos no como un valor atípico, sino como un presagio. Esa película, un thriller retorcido, impecablemente dirigido y brillantemente interpretado, mezclado con una crítica social humanista y punzante, cumplió con el ideal del Oscar mejor que cualquier producción convencional de Hollywood desde, no sé, ¿El silencio de los inocentes? ¿Piso de soltero?, ¿Casablanca?. Y hay más de donde vino, con lo que no me refiero solo a Corea del Sur o a la deslumbrante imaginación de Bong. La academia debería abolir el gueto de “película internacional” con sus arcanas reglas de entrada y su dudosa confianza en los gustos de funcionarios gubernamentales, y hacer de “mejor película”, una categoría explícitamente internacional.

O encontrar nuevas formas de designar la excelencia. Hacerse más pequeño y más grande al mismo tiempo, dando espacio y atención a lo extraño, lo experimental y lo artesanal, así como lo llamativo y lo grandioso. Hay que deshacer la jerarquía embrutecedora de géneros que excluye habitualmente la comedia, el terror, la acción y el arte. Esto podría implicar un simple cambio de actitud o gusto, pero podría requerir una alteración formal de las reglas. ¿Qué pasaría si existieran categorías a nivel de género o de presupuesto (mejor película de historieta; mejor película de un millón de dólares) y también fueran elegibles para la mejor película? ¿Qué pasaría si los Oscar se inspiraran en los torneos de eliminación y los medios obsesionados con las listas para abrir el pensamiento de los votantes? Millones de aficionados al cine hacen pencas cada año. ¿Y si hubiese una manera de lograr que esas papeletas fueran reales?

No sé si alguna de esas ideas funcionaría o si son buenas. El punto, en todo caso, es dejar de considerar a las películas con un estándar vago y sentimental de lo que alguna vez fueron y tratar de entenderlas como lo que realmente son. Los Oscar se toman demasiado en serio y, como resultado, no se toman lo suficientemente en serio a los films, no reconocen plenamente su poder, variedad y capacidad de cambio. Deberíamos preocuparnos menos por la continuidad y la tradición, por preservar las costumbres antiguas y los cánones estrechos, y más por iluminar y explorar una historia que aún no es familiar para muchos amantes del cine, y que todavía está en juego, aunque forma parte de una herencia ampliamente compartida.

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