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La guerra fría según Spielberg

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Detrás de la intriga corren alusiones a tensiones que han resurgido.

Con Tom Hanks como un héroe de una sola pieza, es una historia de espías y abogados.

Una manera de acercarse a esta nueva película de Steven Spielberg es describirla como una sólida historia de la Guerra Fría, inspirada en hechos reales con los que se toma algunas (no muchas) libertades, y que permite al director incursionar en un género que ha practicado poco pero que sospechablemente le gusta. Como en su subestimada Munich, Spielberg proporciona aquí una visión levemente desencantada del universo de los agentes secretos. Su película, coescrita sin casualidad por los hermanos Ethan y Joel Coen, está más cerca de un John LeCarré que de la "glamourización" del mundo de los espías de la que la saga de 007 puede ser el ejemplo epónimo (pronto llega Spectre, para confirmarlo una vez más). Hay de todos modos una distancia ente Spielberg y Le Carré, y eso se advierte en el film: para el autor de El espía que volvió del frío, Llamada para el muerto y El topo no hay "buenos" y "malos" en el juego. Spielberg está dispuesto a aceptar que en ambos lados los servicios secretos juegan con cartas marcadas, pero sigue creyendo en el Héroe Norteamericano Individual. No en vano, su película está protagonizada por el recurrente Tom Hanks.

Como se ha dicho más arriba, en la base hay una abundante dosis de hechos reales, Éstos comienzan con el arresto en Nueva York, en 1957, del espía soviético Rudolf Abel (nombre real, Viliam Fisher), interpretado por Mark Rylance. Aunque el film no alude al hecho, se sospecha que Abel pudo estar vinculado a la red de espionaje soviético que también involucró a Klaus Fuchs y a los mucho más insignificantes esposos Rosenberg en la entrega de secretos atómicos norteamericanos a la Unión Soviética.

Es correcto el papel que el film le otorga al abogado James Donovan (Hanks), quien cargó con el muerto de defender a Abel porque el gobierno norteamericano quería demostrar que el hombre había tenido un juicio justo, aunque no esperaba que el defensor se esforzara demasiado. Esa zona del film, por lo menos, le permite a Spielberg describir el clima de paranoia reinante en los Estados Unidos del "maccarthysmo", aunque para ello deba incurrir en la "licencia poética" de un ataque físico a la familia del abogado que nunca sucedió (las cartas amenazantes fueron reales, en cambio).

Pero eso es solo el principio. Aunque la CIA quería a Abel en la silla eléctrica, Donovan logró para él una condena a prisión que lo convirtió en una inesperada, valiosa pieza de canje cuando el piloto norteamericano Francis Gary Powers (Austin Stowells) fue capturado espiando sobre territorio soviético. Y hubo aún un tercero es discordia en el cuadro: un estudiante norteamericano, Frederick Pryor (Will Rogers), que no era culpable de nada pero se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado (la frontera de los dos Berlines, cuando los comunistas comenzaron a construir el Muro).

De pronto, el abogado Donovan se convirtió en pieza clave en un complicado ajedrez de negociaciones, para conseguir que esos tres prisioneros fueran intercambiados y recuperaran la libertad (las negociaciones llevaron más tiempo de lo que cuenta la película, pero esa es otra legítima licencia dramática: una película tiene que simplificar inevitablemente procesos complejos; tampoco es cierto que al personaje de Hanks le hayan robado el sobretodo cuando entró en Berlín Este).

No es difícil sospechar que Spielberg, que no da puntada sin hilo, esté jugando al mismo tiempo dos cartas al confeccionar su película. Por un lado construye un sólido ejemplo de cine clásico, sin vértigos ni efectismos, con una eficaz administración de las tensiones, un lenguaje lacónico para describir la conducta de sus personajes (la soledad del espía ruso se acentúa en todo el largo comienzo, donde no se pronuncia una sola palabra: esa secuencia le hubiera gustado a Hitchcock) y hasta cierta tridimensionalidad en el retrato humanos de Abel, que es, alternativamente, irritante y casi querible, no un villano de película (el guión se excede en caricatura, en cambio, al pintar a gente de la CIA, la Stasi y la KGB).

La historia en sí misma es lo suficientemente interesante como para justificar una película, y no hacen falta estímulos adicionales para que la ésta exista. Puede que haya alguno, sin embargo: tal vez no sea casualidad que una película que evoca los peores momentos de la Guerra Fría, y hasta dedica un trozo importante de su metraje a la construcción del Muro de Berlín, aparezca cuando la relación entre Estados Unidos y Rusia están en su peor momento desde antes de la llegada al poder de Gorbachov.

"Los rusos y nosotros no somos iguales", sugiere el film a través de alguna opción estética explícita (el mismo encuadre desde un tren en el que Hanks contempla una ejecución en el Muro se repite para mostrar a jóvenes norteamericanos en Nueva York, que saltan sin peligro una alambrada). De cualquier manera, la película tiene el buen criterio de no machacar demasiado esa dimensión patriótica: surge casi naturalmente del asunto, y tiene su fundamento en la historia contada. Como el viejo anarco Dwight MacDonald, que al enterarse de los desmanes stalinistas pronunció su célebre "Elijo Occidente", y a diferencia de pichones de totalitarios más cercanos que creen en la equivalencia moral de un régimen liberal (con todos los defectos que se quiera) y una dictadura de partido único, Spielberg sabe que hay sistemas políticos mejores que otros y no se sonroja en defenderlos. Su película es a la vez un buen relato de suspenso y una decente lección de historia.

Cuando Spielberg abandona la ciencia ficción y dedide jugar a cronista de hechos históricos

nCuando no está jugando con tiburones, dinosaurios o extraterrestres, Steven Spielberg ha mostrado un reiterado interés por la historia que lo ha llevado a ocuparse del Holocausto (La lista de Schindler), más ampliamente la Segunda Guerra Mundial (las miniseries Band of Brothers y The Pacific), las consecuencias de los atentados terroristas palestinos en las Olimpíadas de 1972 (Munich), la lucha de las ligas abolicionistas contra la esclavitud y el racismo en los Estados Unidos del siglo XIX (Amistad), la apenas velada autobiografía del niño James Graham Ballard en Imperio del sol, o el retrato de uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos en Lincoln. El éxito de esos films ha sido desigual, y con frecuencia hay que atribuirlo a factores extracinematográficos.

La lista de Schindler, cuya elementalidad dramática es bastante notoria ("pornografía emotiva", la definió el dramaturgo judío David Mamet) pudo engañar a toda una franja de su público con su tema "importante", mientras que la mucho más madura Munich fue un fracaso de taquilla porque a mucha gente le molestó su negativa a contemplar su tema (nada menos que el conflicto palestino/israelí) en simplistas términos de "buenos contra malos" (hubo quien denunció a Spielberg como "enemigo de Israel", aunque el cineasta haya dedicado una parte de su fortuna en documentar 50.000 horas de testimonios sobre el Holocausto).

Admitámoslo: Spielberg es un "entertainer", no un historiador académico, y su visión del pasado suele ser esquemática y (digámoslo de una vez) "hollywoodense". Si uno le hace caso a Amistad, que es una buena película pero no una gran película, el puntual episodio que narra prácticamente puso fin a la esclavitud en el mundo. Esa es, por lo menos una exageración.

Es inevitable que Puente de espías repita algunos de esos rasgos: contar una historia específica (y contarla bien) para tirar ideas sobre temas mayores. Confiemos en que se equivoque, y que Putin no reinvente la Guerra Fría.

SABER MÁS

Puente de espías [***]

Estados Unidos 2015. Título original: Bridge of Spies. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Matt Charman, Ethan Coen, Joel Coen. Fotografía: Janusz Kaminski.Música: Thomas Newman. Con: Tom Hanks, Mark Rylance, Amy Ryan, Alan Alda, Scott Shepherd, Sebastian Koch, Billy Magnussen, Eve Hewson, Peter McRobbie, Austin Stowell, Domenick Lombardozzi, Michael Gaston.

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CINEGUILLERMO ZAPIOLA

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