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Franco Zeffirelli y el adiós a un cine suntuso y algo antiguo que fue un símbolo de su época

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Franco Zeffirelli. Foto: EFE

OBITUARIO

A los 93 años ayer murió Franco Zeffirelli, director de cine, teatro y ópera

"Soy un conservador ilustrado", se definió alguna vez Franco Zeffirelli, el director de cine, teatro y ópera italiano que murió ayer a los 96 años. Eso quedaría claro, por ejemplo, en que la mayoría de sus películas transcurren en un pasado de despliegue de producción importante sobre obras clásicas a las que respetó con impronta de historiador. Con eso -evidenciado en películas como Romeo y Julieta, que le dio una nominación al Oscar como mejor director, Hermano sol y hermana luna o su adaptación de estampita de Jesús de Nazareth- le alcanzó para convertirse en uno de los directores más reconocidos de las décadas de 1960 y 1970, aunque nunca con unanimidad crítica.

Nacido el 12 de febrero de 1923 en Florencia, Zeffirelli parecía ir primero para arquitecto y luego para actor: participó en La honorable Angélica de Luigi Zampa, y eso le generó un contrato de seis películas para la RKO de Hollywood, que rechazó. A esa altura ya se había cruzado con Luchino Visconti, quien sería su mentor y su referencia. En teatro fue asistente del maestro en adaptaciones de Eurydice de Jean Anouilh y Crimen y castigo de Dostoyevsky, antes de asistirlo en tres películas fundamentales: La tierra tiembla, la más fiel al protocolo del neorrealismo; y las dos que clausuraron ese período, Bellisima y Senso.

Con Visconti aprendió a manejarse en una suntuosidad que luego trasladaría al teatro y la ópera. Dirigió, por ejemplo, cuatro producciones para Maria Callas y llevó su arte a las mejores salas del mundo, incluyendo La Scala de Milan, la Royal House o el Metropolitan en Nueva York al que inauguró en 1966. También trabajó con Salvador Dalí en una puesta en escena de As You Like, de William Shakespeare.

Habiéndose convertido en una figura de las artes escénicas europeas y con algún pasaje por Broadway, su pasaje al cine, que lo convirtió en una celebridad mundial y en sinónimo de buen gusto y despliegue, es mucho menos satisfactorio.

Su primera película es de 1967, una adaptación de La fierecilla domada de Shakespeare, con Elizabeth Taylor y Richard Burton que era muy divertida, y fue uno de los grandes éxitos de la pareja. Eso le permitió realizar su película más reconocible, Romeo y Julieta, una versión con algunos aportes personales (la homosexualidad de Mercutio, por ejemplo), dos actores jovencísimos (Olivia Hussey y Leonardo Whitling) y algunos desnudos. La combinación fue exitosa entre el público joven y consiguió tres nominaciones al Oscar. Hermano sol, hermana luna, sobre San Francisco de Asís, fue una desilusión comercial, aunque le permitió confirmar su capacidad para estilizar sus reconstrucciones de época.

Romeo y Julieta, de Franco Zeffirelli. Foto: Difusión
Romeo y Julieta, de Franco Zeffirelli. Foto: Difusión

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Resultó ser su última película verdaderamente importante, porque Jesús de Nazareth fue una miniserie televisiva (que en Uruguay se estrenó en cine en dos partes y doblada al inglés), y el resto de su carrera transcurrió entre una remake olvidable (El campeón), una medio erótica al servicio de Brooke Shields (Amor eterno), dos adaptaciones de Shakespeare (Otelo con Plácido Domingo; Hamlet con Mel Gibson) y otras dos reconstrucciones de época olvidables como El joven Toscanini y Té con Mussolini, que es de 1999 y fue la última de sus películas en estrenarse en Uruguay. En 2002 dirigió una biopic sobre María Callas con Fanny Ardant.

A pesar de ser un católico fervoroso (desde que tuvo un accidente automovilístico casi fatal en 1969), Zeffirelli, quien era homosexual, fue considerado blasfemo por la Iglesia y criticado por los gays por ser vocero de las políticas del Vaticano. En 1994 fue elegido senador por el partido de derecha de Silvio Berlusconi, Forza Italia.

Zeffirelli fue una figura relevante de la cultura italiana del siglo XX. Alguien lo definió como un hombre del renacimiento dedicado a varias artes. Es, en ese sentido, el símbolo de una época que, como todas, no va a volver.

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